En un momento en que las organizaciones humanitarias están sumamente presionadas —entre otras cosas, por contar con cada vez menos espacio y menos fondos para sus actividades—, se vuelve más imperiosa que nunca la necesidad de influir en las autoridades y los donantes. Ahora bien, ¿cómo se puede maximizar el efecto de esa influencia?
En esta publicación, Nick Hawton, asesor diplomático del CICR, comparte un análisis personal de lo que ha aprendido en los campos de la comunicación y la diplomacia, y de cómo maximizar las oportunidades de ejercer una influencia en los responsables de adoptar decisiones y los agentes de poder de la actualidad.
Una vez, en otro lugar, en otra vida, me encontré rodeado de una multitud de veinte o treinta personas encapuchadas y enmascaradas, quienes, en un momento, se me vinieron encima lentamente con el objetivo claro de reducir mi expectativa de vida. Detrás de ellos, las llamas de los edificios que habían incendiado recién trepaban hacia un cielo ya oscuro. El olor penetrante del combustible quemado me invadía las fosas nasales. No había agentes de seguridad por ningún lado. En las miradas de la multitud ardida se divisaba una clara intención de pasar de los edificios a las personas, y ahí estaba yo, el primer candidato. Era uno de esos momentos en los que se siente el ahora de forma punzante, por la mera impredecibilidad del momento. Paradójicamente, uno se siente vivo.
De pronto, apareció un colega de la nada, se abrió paso entre la gente, habló de manera clara y asertiva con el cabecilla de la turba, me agarró por los hombros y me arrastró por entre la multitud hacia la calle. Dos minutos más tarde, estábamos en su auto y dejábamos atrás el caos que se había desatado en esa ciudad del norte de Europa. No me alcanzaban las palabras para agradecerle por haberse arriesgado para ayudarme. Le pregunté cómo lo había hecho, cómo había logrado convencer al cabecilla de que lo dejaran pasar para liberarme. Con un tono casual y práctico, me dijo: “Pues, he estado en todo tipo de lugares. He visto cada cosa…. Todo es cuestión de mostrarse seguro”.
La capacidad de persuadir o influir en otras personas es un proceso complejo, en el que intervienen muchos más factores que la mera seguridad en uno mismo. Es un proceso que debemos atravesar todo el tiempo, ya sea en el plano personal o profesional, y en el que recurrimos a todo, desde la psicología humana, pasando por la neurociencia y las habilidades de comunicación y, por supuesto, algo de suerte. Se han escrito libros, se han dado charlas, se han impartido talleres, se han conformado comités: todo esto para intentar comprender mejor cómo tener una mayor influencia en los demás. Incluso, hay influencers profesionales instalados en las redes sociales. El libro Influence, de Robert Cialdini, se ha convertido en una referencia contemporánea, en especial en el mundo corporativo. Aunque también podríamos referirnos al poeta persa del siglo XII Attar de Nishapur para aprender sobre las técnicas para influir y persuadir.
En esta publicación, emplearé los términos “influir” y “persuadir” como sinónimos. Sin embargo, existen diferencias sutiles entre ellos: “persuadir” siempre es explícito, mientras que “influir” no lo es. En general, “persuadir” es más específico y más dirigido, e “influir” puede ser más amplio. Pero la superposición de los dos términos es clara.
La ecuación de la influencia
La autoridad con la que me expreso sobre estos temas no surge de la investigación académica ni de mi formación científica, sino únicamente de la experiencia: una carrera en la que transité por el periodismo y la diplomacia hasta llegar al trabajo humanitario. La necesidad profesional de influir o, más precisamente, de comunicar para influir, ha sido un requisito constante: persuadir al criminal de guerra para que dé una entrevista, alentar a un ministro a que firme un acuerdo, convencer a las autoridades de que otorguen acceso a una cárcel. En el mundo humanitario, es mucho lo que está en juego, ya que son vidas, muchas vidas, las que pueden llegar a depender de la capacidad de influir.
Pareciera que existen ciertas reglas generales, determinadas prácticas, determinados principios que maximizan —y quiero destacar la palabra “maximizar”, ya que no existen garantías en el proceso de influir— las posibilidades de tener éxito en esta empresa.
La primera es, lisa y llanamente, la capacidad de escuchar. Pero escuchar en todo el sentido de la palabra. Se deben escuchar las palabras del interlocutor, de la persona en la que se pretende influir. Debemos escuchar el tono, el orden en que se emiten las palabras. También escuchar lo que no se dice. Aunque, más que esto, debemos “escuchar a todo el entorno”. Escuchemos el contexto. Intentemos comprender a nuestro interlocutor y el entorno en que se mueve. Después de todo, ¿cómo pretendemos influir en él si no conocemos exactamente a quién o en qué tratamos de influir? Permítanme dar un ejemplo.
Entre el desierto y el mar, se erguía, alto e imponente, nuestro magnífico hotel. La ciudad y el país habían quedado destrozados por el conflicto. La población, como suele ocurrir, era la más afectada por el sufrimiento. El hotel era el punto de encuentro de políticos, soldados, espías, diplomáticos y personas de negocios: todos quienes tenían en sus manos la llave del futuro y la capacidad de disminuir ese sufrimiento. Mi trabajo consistía en intentar vincularme con ellos, entenderlos, comprender sus motivaciones para poder cumplir con mi deber hacia la población. Mi posición por defecto era siempre la de escuchar: estar en modo receptor, no transmisor. Quería comprender lo que sucedía. Escuchando no solo se aprende, sino que se muestra respeto al interlocutor. Y el respeto es el primer escalón del proceso de influir.
Una noche estaba en la bañera de mi hotel (las bañeras son de los lugares más seguros para resguardarse cuando vuelan casquillos y balas por el aire); mientras se escuchaba el ruido del combate afuera, yo llevaba puesto un casco y billetes de 50 euros dentro de las medias, listo para un escape rápido, e influir no era lo primero en lo que pensaba. Unas semanas más tarde, explotó una bomba letal que destruyó el hotel. Pero ya nos habíamos ido: pudimos presentir lo que iba a pasar. Debemos conocer muy bien a quién o en qué intentamos influir, así como el entorno en el que procuramos hacerlo.
Una vez que hemos escuchado a nuestro interlocutor y percibido el contexto, se debe aplicar el segundo principio del arte de influir: la simplicidad de la comunicación. En un mundo cada vez más complejo, nuestros procesos cognitivos se ven amenazados de forma constante por la sobrecarga. Nuestra capacidad de procesar información y diferenciar entre lo importante y lo irrelevante se ve afectada en gran medida. La necesidad de simplificar es más importante que nunca e, incluso, crítica.
Por supuesto, hay peligros inherentes al hecho de simplificar excesivamente las situaciones complejas. Al respecto, no existe un maestro mejor que la historia del siglo XX. Y hoy en día, con el advenimiento de las comunicaciones rápidas y masivas, la información errónea y la desinformación se reproducen a una velocidad sin precedentes. Por lo tanto, todos tenemos la obligación moral de ser justos y precisos al simplificar. Aunque simplificar debemos si persuadir e influir es lo que queremos.
Por ejemplo, en el diálogo con la misión permanente de un Estado en Ginebra, si nos proponemos persuadirlos de que donen millones de francos suizos, debemos dejar a un lado la palabrería. No debemos complicarnos demasiado. Debemos hablar con claridad. Si estamos escribiendo un discurso en el que hacemos hincapié en la tragedia humanitaria en la que está envuelta Yemen hoy, no debemos andarnos con rodeos. La falta de comprensión es enemiga de la influencia. Hablemos con la verdad de forma clara y precisa. Con un mensaje claro y argumentos coherentes. Debemos procurar que todo sea sencillo. Así, potenciaremos nuestra capacidad de influir.
El tercer factor en la ecuación de la influencia, después de la escucha y la simplicidad, es un viejo amigo, la sinceridad, algo crucial en el entorno humanitario. En un mundo como este, en el que hay tanto en juego, suele haber una mayor conciencia sobre qué es y qué no es importante, qué es y qué no es verdad.
Si vemos que un jefe de policía local pasa los dedos por el gatillo de su pistola, transpira nerviosamente y nos dirige una mirada sospechosa cuando solicitamos acceder a la fosa común que se encuentra detrás de él, no es recomendable mentirle de forma descarada. No valdría la pena contemplar la posibilidad de que nos descubran. Si estamos intentando persuadir a un líder comunitario local cuyos parientes yacen en la misma fosa común de que dialogue con nosotros, debemos ser fieles a la verdad.
Cuando queremos influir y persuadir, la verdad siempre será lo mejor. Está de más decir que la sinceridad es (casi) siempre el camino más indicado, en especial, en este mundo y en la época en que vivimos, en la cual el carácter sagrado de esa sinceridad ha sido cuestionado hasta en los niveles más altos del poder. (No estoy queriendo decir que sea un fenómeno nuevo, sino que la falta de sinceridad es ahora más palpable y se ha amplificado en la época de las comunicaciones rápidas y masivas). La sinceridad, además, provoca el efecto altamente beneficioso de ayudar a generar confianza: el ingrediente esencial del proceso de la influencia.
Y así completamos la ecuación de la influencia: la escucha, sumada a la simplicidad y a la sinceridad, dan como resultado la influencia.
El poder de contar historias
Hay un elemento más que debemos considerar al intentar maximizar el efecto de la influencia: expresarnos dentro de parámetros narrativos, de un relato.
Nuestro cerebro está programado para darle valor al relato. Desde tiempos inmemoriales, los relatos han dado forma a la comunicación humana. Le dan estructura a nuestra experiencia. Combinan el entretenimiento con la educación. ¿Qué es más cautivante que una buena historia? ¿Por qué los publicistas ponen tanto énfasis en dar a sus productos un contexto en el marco de una historia? ¿Por qué les leemos cuentos a los niños antes de dormir? Porque cumplen su objetivo.
Si hablamos de influir, procuraremos, siempre que sea posible, usar un formato estructurado (o narrativo) para optimizar la transmisión de nuestro mensaje. Ahora bien, no se trata de cualquier estructura narrativa. Como todo buen discurso, el relato debe estar dirigido específicamente a los destinatarios. Su autor debe conocer y comprender a su público (el componente “escuchar” de nuestra ecuación). Las mejores historias son fáciles de comprender (la “simplicidad”). Las historias más creíbles son aquellas que suenan verdaderas (la “sinceridad”).
Podemos definir un relato de muchas maneras, pero suele girar en torno a un personaje o varios que atraviesan una secuencia de eventos o incidentes. Esa secuencia puede ser real o ficticia, pero está interconectada y, por lo general, existe algún reto o problema y la intención de resolverlo. En el campo humanitario, conocemos bien el poder de contar la historia de una persona en particular, en lugar de contar la de decenas de miles. Como seres humanos, se nos hace más fácil conectarnos y sentirnos identificados con una sola persona que con muchas.
Lo que dejamos atrás
Podemos practicar y mejorar nuestra capacidad de comunicarnos para influir. Hay distintas maneras de contar historias o relatos que son más eficaces que otras. Esta es una habilidad que se puede adquirir. Sin embargo, los principios fundamentales del arte de influir, en mi experiencia, giran en torno a la escucha, la simplicidad y la sinceridad básica. Si los dominamos, nos será muy fácil sembrar la confianza y generar la capacidad de influir que pretendemos adquirir.
Por supuesto, persistirá el enigma final de evaluar —o calcular— en qué medida los esfuerzos de influir dieron o no fruto. ¿Cuál fue el acontecimiento o acción clave que influyó a X para hacer Y? Siempre será difícil evaluarlo debido a la complejidad propia del análisis de causa y efecto. Probablemente, nunca sabremos cuáles fueron las razones exactas por las que algo ocurrió de tal manera. Nuestro mejor amigo en este caso, tal vez, sea hacer alguna suposición inteligente. Para cerrar, podríamos citar al general y político griego Pericles, quien resumió de una manera profunda, quizá, la influencia que cualquiera de nosotros puede tener en los demás:
“El legado que dejamos no es lo que queda grabado en piedra en algún monumento, sino lo que queda entretejido en la vida de los demás”.
Véase también:
- Nicholas Hawton & Shahrokh Shakerian, The holy grail of virtual diplomacy: how to achieve trust, 4 de noviembre de 2021
- Nicholas Hawton & Shahrokh Shakerian, Crossing the Rubicon: virtual diplomacy in a changing world, 20 de octubre de 2020
- Hugo Slim, Trust Me – I’m a Humanitarian, 24 de octubre de 2019
- Marc Dubois, The other side of trust, 26 de noviembre de 2019
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