El 6 y el 9 de agosto de 1945 se lanzaron por primera y única vez –hasta hoy– dos bombas nucleares sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Más de 100.000 personas murieron instantáneamente e innumerables personas más habrían de padecer sus devastadores efectos en los decenios siguientes. Las consecuencias humanitarias de ese tipo de armas no tienen parangón por su escala y su gravedad. Si bien desde el siglo XIX se han esgrimido argumentos jurídicos y éticos contra las armas más atroces de cada época, al día de hoy los arsenales nucleares continúan activos e incluso crecen, mientras el tema del desarme nuclear va desapareciendo del discurso público y cede su lugar a la estrategia de disuasión.
En este artículo, el Asesor de Políticas del CICR Dominique Loye reseña cómo evolucionaron las objeciones humanitarias contra armas atroces desde la Declaración de San Petersburgo de 1868 hasta el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares (TPAN). El autor sostiene que, aunque se han alcanzado ciertas metas jurídicas y diplomáticas promisorias, una vez más el mundo avanza sin rumbo hacía la catástrofe. Prácticamente en vísperas de la Conferencia de 2026 encargada del Examen del Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares, ha llegado la hora de reformular la seguridad mundial fundándola sobre el principio de humanidad y no sobre un sistema de aniquilación. Ha llegado la hora de tomar medidas colectivas urgentes para reducir los riesgos que entrañan las armas nucleares y evitar su utilización.
En esta semana, el mundo y, en particular, los habitantes de Hiroshima y Nagasaki conmemoran uno de los momentos más horrorosos en la historia de las guerras: el 6 de agosto y el 9 de agosto de 1945 sendas bombas nucleares lanzadas sobre esas dos ciudades mataron instantáneamente a 100.000 personas. A consecuencia de las quemaduras, las lesiones por explosión y el síndrome agudo de radiación, en las horas, días y semanas que siguieron murieron otras decenas de miles. Ya en 1950, el total estimado de víctimas de esos dos bombardeos ascendía a 340.000 personas, entre ellas muchas que perecieron por los efectos de largo plazo de la radiación. Hasta el día de hoy, hay sobrevivientes que padecen cáncer y otras enfermedades causadas por la exposición a las radiaciones.
El derecho internacional humanitario y el origen de las restricciones sobre armas de guerra
En 1868, más de setenta años antes de estos bombardeos, se reunió en San Petersburgo una Comisión Militar Internacional convocada por el gabinete del Imperio Ruso. Durante tres días, enviados de la mayoría de los países europeos, de Persia y del Imperio Otomano, asistieron a reuniones y negociaciones encabezadas por el Ministro de Guerra del zar. Rusia había convocado la conferencia con el objetivo de prohibir ciertos proyectiles explosivos que estallaban al hacer impacto sobre el cuerpo humano y podían causar heridas especialmente atroces y una agonía cruel.
Al cabo de tres días, representantes de diecisiete Estados aprobaron la Declaración de San Petersburgo, que prohibía el uso de esas armas. Lo fundamental de ese acuerdo es que, además de condenar los efectos técnicos de tales armas, su preámbulo establecía principios que son todo un hito en la historia del derecho internacional humanitario pues comienza con esta consideración:
- “[… ] habiendo fijado esta Comisión, de común acuerdo, los límites técnicos en que las necesidades de la guerra deben detenerse ante las exigencias de la humanidad […]”
y prosigue diciendo que los infrascritos declaran:
- Que los progresos de la civilización deben tener por efecto mitigar lo que sea posible las calamidades de la guerra;
- Que el único objetivo legítimo que los Estados deben proponerse durante la guerra es la debilitación de las fuerzas militares del enemigo;
- Que a este efecto, es suficiente poner fuera de combate al mayor número posible de hombres;
- Que este objetivo sería sobrepasado por el empleo de armas que agravarían inútilmente los sufrimientos de los hombres puestos fuera de combate;
- Que, por lo tanto, el empleo de armas semejantes sería contrario a las leyes de la humanidad.
La Declaración trazaba así una “línea roja” audaz para el siglo XIX pues establecía que no todos los medios son admisibles en la guerra, aun cuando sean eficaces desde el punto de vista militar.
En 1925, el Protocolo de Ginebra prohibió el uso de gases venenosos en el campo de batalla ratificando esos principios: ciertas tecnologías no se deben utilizar, cualquiera sea la ventaja militar que ofrecen, porque tienen efectos demasiado atroces. El clamor general de la juventud que regresaba del frente, destruida por los gases venenosos, logró que los Estados nacionales respondieran a los horrores de la Primera Guerra Mundial y reconocieran que las necesidades militares debían supeditarse a los principios de humanidad.
De la destrucción masiva a la doctrina de destrucción mutua total
Durante la Segunda Guerra Mundial, la “línea roja” se fue desdibujando con el uso de tecnologías cada vez más destructivas hasta desaparecer totalmente con el cataclismo de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. En los decenios posteriores, los arsenales nucleares crecieron a un ritmo alarmante y alcanzaron un nivel tal que surgió la lógica de la Destrucción Mutua Total (MAD, por su sigla en inglés), doctrina militar que postulaba que el uso de armas nucleares por parte dos bandos opuestos acabaría en la aniquilación total de ambos bandos, atacante y el defensor.
¿Adónde habían quedado la sabiduría humana y las limitaciones jurídicas acordadas en San Petersburgo más de un siglo antes? ¿Cómo se llegó a pregonar que la supervivencia de alguna nación depende de la destrucción total de otras naciones y, en última instancia, de la humanidad misma?
Poco a poco, ante experiencias de conflictos armados que involucraban a grandes potencias y constelaciones geopolíticas cambiantes, cada vez más voces se elevaron para exigir que la comunidad internacional encarara el peligro del uso accidental de armas nucleares. No era posible vivir indefinidamente a la sombra de semejante peligro.
En 1995 se extendió indefinidamente el Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares (TNP), que se había adoptado en 1968. Se ratificó así el compromiso de todos los Estados Parte, incluso los que poseían armas nucleares, para proseguir de buena fe las negociaciones tendientes a finalizar la carrera armamentista nuclear y conseguir el desarme total.
Para revitalizar el desarme: claridad jurídica con miras a la seguridad humana
Un año después, en 1996, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) presentó su Opinión consultiva sobre la legalidad de la amenaza o el empleo de las armas nucleares y expresó por unanimidad lo siguiente: “[a] La amenaza o el empleo de armas nucleares, debe también ser compatible con las exigencias del derecho internacional aplicable a los conflictos armados, en particular con los principios y normas del derecho internacional humanitario […]”. Esta conclusión del más alto tribunal del mundo deja en claro que los considerandos humanitarios que inspiraron la Declaración de San Petersburgo de 1868 también se aplican a las armas nucleares. Otra conclusión de la CIJ, votada por mayoría, fue que “[…] la amenaza o el empleo de armas nucleares sería, en general, contrario a […] los principios y normas del derecho humanitario”.
Paralelamente, al terminar la Guerra Fría, los principales Estados poseedores de armas nucleares redujeron su arsenal de manera apreciable. El movimiento en pro del desarme adquirió nuevo impulso con las campañas contra el uso de ciertas armas convencionales como las minas antipersonal y las municiones en racimo, que ponían el acento en el costo humanitario de esas armas y no en su utilidad militar.
Todos estos sucesos alentaron la esperanza de que la comunidad internacional dejaría de enfocar el tema de las armas nucleares exclusivamente desde la perspectiva de la seguridad militar y la disuasión, y comenzaría a contemplarlo desde el ángulo de la seguridad humana y las consecuencias humanitarias catastróficas, que tornan muy improbable la posibilidad de usar armas nucleares de conformidad con los principios y las normas del derecho internacional humanitario. La Conferencia de 2010 encargada del Examen del Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares fue un punto de inflexión en este sentido porque expresó “su profunda preocupación […] ante las consecuencias humanitarias catastróficas que traería consigo el uso de esas armas”. Reiteró también la necesidad de que todos los Estados se atengan en todo momento al derecho internacional y al derecho internacional humanitario. No obstante, esas manifestaciones retóricas no se vieron acompañadas por acciones concretas: los Estados que poseen armas nucleares no tomaron medidas tendientes al desarme.
En respuesta, con el auspicio de la Organización de las Naciones Unidas, la mayoría de los Estados iniciaron negociaciones que culminaron en 2017 con la adopción del Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares, aprobado por 122 miembros. Ese tratado, que prohíbe desarrollar, ensayar, poseer y usar armas nucleares constituye un avance vital hacia la eliminación de esas armas pues reconoce explícitamente que son incompatibles con el derecho internacional y la dignidad humana.
Un retroceso peligroso
Lamentablemente, estos impulsos positivos inspirados en los principios y el espíritu de la Declaración de 1868 de San Petersburgo sufrieron un tremendo revés en los últimos tiempos. En las opiniones y doctrinas militares, las armas nucleares ocupan de nuevo un lugar destacado; los arsenales nucleares se modernizan y crecen. En lugar de ratificar los acuerdos de desarme, los Estados los dejan caducar. Entretanto, algunos Estados arguyen que la disuasión nuclear es indispensable para ellos, pese a que idénticas preocupaciones por la seguridad acosan a Estados que carecen de armas nucleares. Todos los Estados tienen la obligación de proteger a sus respectivas poblaciones de las amenazas a su seguridad, y las armas nucleares son una amenaza grave para la seguridad de todos.
En los últimos doce meses, muchos Estados que poseen armas nucleares tomaron parte directa en conflictos armados o prestaron apoyo a aliados involucrados en ellos. Sumada a una retórica agresiva, esta situación puede incitar a otros países a desarrollar o adquirir armas nucleares, y generar así un círculo vicioso: habrá cada vez más armas nucleares en estado de gran alerta, lo que aumentará el riesgo de un accidente que desencadene una guerra nuclear desembozada.
La historia nos demuestra cuán cerca estamos de un cataclismo, sea por errores técnicos, por errores de comunicación o por “políticas de riesgo calculado”.
Si la explosión de un solo dispositivo nuclear moderno sobre una zona poblada o cerca de ella excedería toda capacidad nacional o internacional de atender las necesidades de los sobrevivientes, ¿qué sucedería si hubiera explosiones nucleares múltiples? Las consecuencias son inimaginables.
Confiar en las armas nucleares para garantizar la seguridad humana no es un mero error: es lisa y llanamente suicida.
Por un cambio de mentalidad
Ahora bien, ese suicidio colectivo no es inevitable. Se necesita con urgencia un cambio de mentalidad que permita restablecer el diálogo entre los Estados que poseen armas nucleares y reavive el sentido de responsabilidad compartida con respecto a la supervivencia de la humanidad.
En primer lugar, todos los Estados deben descartar el uso de armas nucleares si es que figuran en su lista de opciones y no deben desconocer ni subestimar sus catastróficas consecuencias humanitarias. Cualesquiera sean las circunstancias, deben condenar toda amenaza implícita o explícita en ese sentido.
Además, las autoridades, los expertos y la sociedad civil deberían instruir al gran público acerca del peligro existencial y mundial que plantean las armas nucleares; el uso de tales armas no concierne solamente a quienes se encargan de tomar decisiones de alto nivel ni a las organizaciones internacionales especializadas: atañe a cada individuo de cada continente porque lo que está en juego es nuestra supervivencia misma como especie.
Hay otras providencias iniciales destinadas a crear las condiciones necesarias para el desarme, como la adopción de medidas para reducir el riesgo de uso deliberado o accidental de las armas nucleares. Para ello, es necesario desactivar el estado de gran alerta de las unidades nucleares, comprometerse a adoptar el principio de “no ser el primero en usar tales armas” y disminuir la importancia que se da a las armas nucleares en las doctrinas militares y las políticas de seguridad.
Estas medidas prácticas allanarían el camino para implementar plenamente las obligaciones previstas en el TNP y los compromisos aceptados en el Plan de Acción de la Conferencia de de 2010 Encargada del Examen del Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares. La Conferencia de 2026 será una prueba decisiva: ¿los Estados que poseen armas nucleares y los que se amparan en su protección demostrarán que el futuro de la humanidad se funda en la cooperación y no en la aniquilación mutua?
En paralelo, otro factor que permitirá vislumbrar un horizonte sin armas nucleares será la ratificación del TPAN, que abre un camino hacia la eliminación total de esas armas.
Hace más de 150 años, los representantes de los Estados reunidos en San Petersburgo declararon que los progresos de la civilización deben mitigar las calamidades de la guerra y que el empleo de armas que hacen inevitable la muerte de los hombres puestos fuera de combate es contrario al objetivo legítimo de debilitar las fuerzas militares del enemigo.
¿Acaso la humanidad se ha extraviado tanto que ya no son posibles esas coincidencias? ¿Estamos condenados a una catástrofe que sabemos cómo evitar?
Todos tenemos la responsabilidad de demostrar lo contrario. Es una obligación con nosotros mismos, con nuestros hijos y con las generaciones futuras. Actuemos ya y detengamos la peligrosa deriva hacia la destrucción nuclear.


